¡Hola!
Este boletín es especial porque estrena la nueva imagen de la plataforma para mí, con un diseño original del dragoncito cartero que funge como mascota 🥰🐲. La anterior ilustración era apenas un montaje de Canva, inspirado, obviamente, en el pokémon dragonite cartero.
La ilustración actual es creación del escritor e ilustrador mexicano J.P. Medina, quien ha apoyado con constante entusiasmo mis proyectos y a quien felizmente quise corresponder comisionándole este nuevo dragoncito. Consideren contactarlo para una ilustración sencilla: no solo obtendrán algo bonito, sino que también apoyarán económicamente a alguien que no lo ha pasado bien en los últimos meses.
En otro orden de cosas, aprovecho también para comentarles que, en virtud de todas las entrevistas que he ido realizando este año, decidí crearles una subsección en mi página web. No sé si la gente exterior suele ver estas cosas, ni si les importa, pero al menos a mí me sirve mucho para ir rastreando la permanencia o cambio de mis ideas y apariciones “históricas” en medios.
Pueden consultarla aquí:
Más allá de eso, hay otras cositas por contar. Comencemos.
Los bosques de El idioma de los dragones en un Seminario Internacional de LIJ
La académica Cielo Ospina, presentadora original de mi antología El idioma de los dragones, incluyó la obra como parte de su corpus de análisis de su clínica “Bosques, jardines y raíces: un recorrido para pensar la naturaleza y leerla junto a otros”, impartida en el Seminario Internacional 2023: Literatura Infantil y Juvenil para (re)evolucionar el mundo (Santiago, Chile).
En tal contexto, grabé un breve video de un par de minutos comentando qué significaba (para mí) el bosque en mis cuentos, en su cualidad de espacio arquetípico afín a la Fantasía. Cielo propuso esta dinámica porque consideró importante cruzar el estudio académico con la visión autorial.
Si bien este material de momento está destinado solo a los participantes del seminario, esperamos poder trabajarlo en otros contextos.
Respecto a la experiencia, fue muy bonito para mí ver que mi presentadora seguía apoyando la obra. Reflexioné en Twitter que, aparentemente, al menos en Chile, es habitual que los presentadores de obras imaginativas no vuelvan a hablar de ellas, sobre todo si ellos son “figuras importantes” en la escena local.
Eso me llama la atención, porque cuando a mí una obra u autoría me interesa, hablo mucho de ello, pues pretendo difundir su existencia con gente que potencialmente también podría interesarse (véase mis labores con la obra de Verónica Murguía). Se me ocurre que, quizá, muchas de aquellas presentaciones son organizadas como protocolo o favor, o por otras razones ajenas al interés intrínseco que debiera suscitar la obra misma. Quizá más por el peso reverente del presentador, cuando aplica.
Y todo eso me parece una lástima. Ante la disyuntiva de ser presentada por alguien que solo asumirá el comentario del lanzamiento como una obligación y que no volverá a involucrarse conmigo ni con mi obra, prefiero presentarme yo sola.
(Por supuesto, esto opera también al revés: que recuerde, no he presentado yo misma una obra ajena. Quisiera tener la oportunidad de estrenarme con una de fantasía con la que de verdad pueda conectar, ojalá de alguien cercano)
Así que quedo muy agradecida por las gestiones y motivaciones personales de Cielo en tales asuntos.
Aún *otra* entrevista
Se publicó una entrevista a mi persona en El Mercurio de Valparaíso, un periódico tradicional de mi región natal.
Al principio, la situación me intimidó por diversas razones. De ellas, solo quisiera mencionar era la primera vez en que aparecía en un medio general de mi región, por lo que me daba un poco de pudor que gente de mi pasado pudiera llegar a leer la nota. Esto, sobre todo, porque en ella se mencionó mi autismo, aunque yo deliberadamente no lo comenté en la entrevista. No es que sea un secreto, para nada: lo he mencionado mucho en otras charlas, he estado escribiendo bastante de ello, e incluso lo tengo en algunos perfiles de RRSS, así que sin duda la periodista lo vio como un dato de fuente. Y está bien.
Pero omití el comentario de la condición en esta entrevista justo porque no quería quedar expuesta en esa nota a potenciales seres indeseables, que pudieran usar esa información para pensamientos crueles. Esa gente nunca llegaría de manera orgánica a mis otros espacios en los que he hablado del tema; pero sí podrían llegar, circunstancialmente, a la entrevista del diario.
Por fortuna, recordé que, en realidad, ya casi nadie lee el diario impreso, y menos los millenials 😂. Por otro lado, creo ser una persona particularmente olvidable para los normies de todas las edades, así que la posibilidad de que incluso leyendo el texto se acordaran de mí, de mi nombre, era nula 💀.
Queda entonces esta entrevista regional como una curiosa anécdota, que de alguna forma conecta con la reflexión central de este boletín, así como la clínica de los bosques.
De espacios y lugares (con un cameo de bandurrias y Snoopy)
En la entrevista al diario local que compartí, como suele suceder, surgieron temas que finalmente no llegaron al registro impreso. Uno de ellos corresponde a una curiosa pregunta que me hizo la periodista: ¿Era más tranquilo escribir en el sur del país, donde estoy actualmente radicada? Enseguida, respondí que no, pero hube de desarrollar más esa respuesta. Al final, desarrollé tanto ese pensamiento que quise compartir esas ideas aquí.
En Chile, se romantiza mucho el imaginario sureño, aunque es sin duda cierto que sus ritmos de vida pueden llegar a ser mucho más tranquilos que la vorágine de la capital, Santiago, una megaurbe tan deshumanizante como cualquier otra de Latinoamérica. En mi experiencia personal, esa tranquilidad se expresa en situaciones muy concretas. Por ejemplo, agradezco no tener ya que vivir la tortura diaria de embutirme en el metro en horario punta. Siempre que volvía a casa del trabajo, debía pasar un tiempo considerable reacondicionándome antes de hacer cualquier otra cosa, lo que hoy entiendo como una saturación sensorial de la que no estaba consciente entonces.
Por otro lado, donde vivo actualmente suelo escuchar muchos pajaritos. Desde los piados más tiernos a las bocinas estridentes de otra especie que comentaré más adelante, todos esos cantos me alegran. Prefiero que me despierten las bochinches aviares a que lo hagan el ruido del tráfico, los eventos con megáfono de los fines de semana o los inútiles despliegues de los militares, como me pasaba en mi anterior domicilio en Santiago Centro. Aún tengo que lidiar con vecinos que ponen su horroroso reggaetón a cada hora y que se comunican con alaridos vulgares, pero al menos los pajarines compensan ese calvario sonoro.
Entonces sí: este un espacio objetivamente más tranquilo en general y más tranquilo para mí. Pero… Eso no quiere decir que sea por ello un espacio en el que esté “escribiendo con más tranquilidad”.
Le dije a la periodista que, en realidad, ese ruido que antes era externo ahora era interno. No tiene que ver con el griterío de la gente o el estruendo del exterior, sino con palabras, tanto propias como ajenas, que una ha interiorizado a lo largo de los últimos veinte años, y que acechan en las sesiones de escritura más debilitadas. Digo palabras como puedo decir temores, cuestionamientos, prescripciones o sentencias.
Es verdad que, en los últimos meses, he estado desarrollando diversas estrategias para lidiar mejor con este tipo de vocecillas intrusivas y odiosas. Ciertamente, estoy en una mejor posición que antes, cuando recién llegué aquí y hube de enfrentar otros problemas sicológicos personales. Pero he estado pensando mucho estos nuevos contextos físicos y espaciales de escritura en contraste con mi primer modelo, que mantuve hasta cerca de los 25, cuando me mudé de mi ciudad natal y empecé a vivir sola.
Durante toda mi adolescencia y parte de esa veintena, escribí todo ante un precario computador de escritorio que en realidad estaba ubicado en un costado del living del departamento/piso donde vivía con mi familia de origen. Era aquel un espacio común, sin ningún tipo de privacidad ni tranquilidad para dedicarme con concentración a mis actividades literarias (o de cualquier tipo), pero como ni cuarto/pieza personal tenía en esos años, debía conformarme porque era lo único tenía.
Mis recuerdos no son demasiado nítidos y podrían estar distorsionados por el tiempo, pero tengo la sensación de que entonces escribía muchísimo. Claro: en esa época solo estudiaba, no trabajaba. Pero era sistemática en mi rutina de escribir, a pesar de las múltiples complicaciones. Escribía cuando alguien encendía el televisor y veía teleseries o noticias a escasos centímetros de donde yo trabajaba. Escribía cuando el ventilador del computador había empezado a estropearse (no había plata para arreglarlo) y el equipo emitía constantemente un ruido de trituración durante todo el tiempo que estuviera encendido. Escribía por turnos fijos cuando el computador, ya con el ventilador muerto (no había plata para reemplazarlo), se calentaba inexorablemente hasta que me aparecía el temido pantallazo azul de Windows. Escribía, con el audio muy fuerte en los audífonos, mientras a mis espaldas el mundo familiar ardía.
En suma, todo lo que rodeaba ese tipo específico de sesiones de escritura de esa época era notoriamente infeliz y precario. Por supuesto, no tenía un cuarto propio, como al que aludía Virginia Woolf. Pero escribía. Mi cuarto propio era mi esperanza y mi necesidad de salvación desde la palabra, desde la fantasía y la imaginación.
Si el bosque se suele concebir como un espacio peligroso, para mí, desde la ficción de fantasía, fue siempre lo contrario: un espacio de aventuras y refugio, en donde yo sí podía crecer de acuerdo a mis potenciales. El verdadero peligro, el verdadero salvajismo, estaba en el espacio en el que crecí.
Hoy ya no habito ese espacio atroz, sin duda, lo que implica que tampoco tengo ya esa misma urgencia de entonces. Pero no es que la añore en sí. Deberíamos ser capaces de resignificar nuestros propósitos de vida más allá de las lecciones del dolor, y creo que en eso estoy ahora.
Al respecto, he estado pensando mucho en mis relaciones personales con los espacios y los lugares, así como en los territorios en los que se inscriben.
Nunca he tenido una relación territorial con ninguna parte en la que he vivido. Sufrí mucho en mi ciudad natal; habré vuelto a ella de visitas unas ¿tres, cuatro veces? en cerca de 10 años. No la extraño. Por lo mismo, tampoco tengo apego a sus espacios: casi no salía al exterior en esa época (¿se acuerdan de mi comentario del boletín anterior sobre la cantinela de “salir a tocar pasto”?), por lo que muchas memorias me aparecen vinculadas al piso/departamento que habitaba entonces, donde crecí, y al colegio donde estudié. Y esos fueron (y ahora lo entiendo más aún) malos espacios para mí. Por tal razón, casi todo lo que reconozco de aquellos sitios me hace sentir triste o, en el mejor de los casos, indiferente. El tiempo también los habrá vuelto cada vez más distintos a mi recuerdo, pero no necesariamente para mi reconciliación con ellos.
En cuanto a Santiago, obviamente la detesto como ciudad. He descubierto que lo que extraño de ella es, en realidad, la posibilidad de ver a algunos amigos que viven allá y la de consumir tonterías: comprar juguetes y cositas del mundo geek que no llegan acá (y cuyo envío sale caro), vitrinear librerías (independientes o de cadenas grandes) que no existen en mi ciudad, o tomarme una bebida estúpidamente dulce y costosa en el Starbucks mientras trabajo, espacio y rutina que extrañé muchísimo en mis primeros meses de vivir acá, cuando tuve que convivir con gente especialmente bulliciosa y ante la que costaba muchísimo concentrarse.
En cuanto a mi ciudad actual, le he ido cogiendo mucho cariño, pero aún desconozco mucho de su experiencia. Dentro de todo, sigue siendo un espacio para mí (porción abstracta, impersonal), como las otras. Pero tiene muchas más posibilidades de llegar a ser un lugar (territorio apropiado), como en lugar se volvió mi propio acto de escritura, inscrito en todos aquellos otros espacios hostiles a los que les hice frente desde mi palabra.
Como se volvió también lugar el imaginario del mar en mi novela La niña que salió en busca del mar, cuyo conflicto narrativo estriba justamente en un desplazamiento forzado que realiza la protagonista y que la desarraiga de su territorio de origen. He comentado muchas veces que los lectores solían hacer una lectura autobiográfica de la novela cuando se enteraban de que, justo el año de su publicación, yo misma tuve que mudarme forzosamente a Santiago y abandonar mi ciudad natal costera, Viña del Mar. Entonces yo los desconcertaba diciéndoles que no era así, porque yo había escrito la novela antes, y que había sido una coincidencia.
Luego comencé a interpretar el hecho de otra forma: al margen de lo anterior, la novela había profetizado mi propio desarraigo territorial, pero de manera simbólica: yo había perdido el mar, pero no tanto aquel de la costa de la ciudad, en el que casi nunca me bañé (no me gustan las playas turísticas con gente), sino el interior. Como Adriana, la protagonista, tendría que buscar maneras alternativas de reencontrarme con su oleaje, hasta que él mismo pudiera ir también en mi búsqueda.
Y, como Adriana, también tomé mis decisiones esenciales. Quien siga de cerca mi trabajo literario y personal probablemente podrá intuirlas.
(Si te interesa la novela, puedes comprarla en ebook en el enlace a continuación)
La primera vez que llegué a la ciudad en la que hoy vivo, entonces como visita, avisté algo que me pareció fascinante: ¡un pájaro enorme que caminaba! No lo conocía, jamás lo había visto, ni en Santiago ni en Viña. Emitía un canto muy estridente. Se sentía como una entrada de trompetas triunfantes, como si me saludaran. Pero nadie más que yo se encantaba ante la visión del pájaro, ni se sentía felizmente recibida por su canto de trompetilla. La gente normal estaba acostumbrada a su existencia y no le prestaba atención. La gente normal no pensaría que un pájaro es capaz de saludarlas.
Este pájaro se llama bandurria, y lo adoro. Se los presento, por si no lo conocen:
Quisiera que la bandurria fuese mi símbolo de lugar en construcción, mientras viva aquí. Por lo pronto, ya está apareciendo en algunas de mis historias inéditas. ¡Imposible escribir bajo su canto y que este no aparezca, transformado, en la palabra literaria!
Quizá algún día, cuando pueda templar mejor esos símbolos en mis historias y en mí misma, me sienta como en “La reunión familiar de Snoopy”, capítulo que me ayudó a articular un poco todos estos pensamientos erráticos. Ya no me importará que todo lo que quede de mi espacio pasado, físico y espiritual, sea una ruina degradada, o que lo poco que me importó de otros espacios perdidos ya nadie los recuerde, o a nadie le importen (“They’re parking on your memories!”), porque mi verdadero lugar estará en aquella composición que pueda interpretar desde todas mis versiones.
Hasta entonces, habrá que seguir afinando y practicando desde mi instrumento actual.
¡Eso es todo! Continuaré con mis quehaceres. No diré “vienen cositas”, porque ya saben que la existencia pública de las “cositas” dependen casi siempre de terceros. Pero sí estoy trabajando en más proyectos que se asoman en el horizonte. Esperemos que consigan todos llegar hasta aquí, de alguna forma.
Espero que podamos seguir en contacto 😊.